AUTOR INVITADO
Género Prosa
Ayer anduve por
caminos de tierra con rumbo a dos pueblos rurales. El paisaje
invitaba a la tranquilidad; un manto verde de soja se extendía a ambos
lados
del camino, salpicado de tanto en tanto por pequeños islotes de
árboles
centenarios, custodios de los sembrados, mudos testigos de tiempos
sin
regreso. Claro, muy pintorescos los árboles añosos, pero yo no podía
reprimir
la nostalgia: ya no están los chacareros en los campos. Como ocurrió con
los
gauchos, también a ellos los eliminó el progreso. A unos, el alambrado, a
los
otros, los invisibles caballos de los motores. Ya no están sus casas a la
sombra
de esos árboles, ni su familia, ni sus hijos jugando a la hora de la
siesta,
acompañando con sus gritos y risas, las expectativas, las frustraciones,
las
alegrías y los sinsabores que marcaban las vidas de sacrificio de sus
padres.
Pero sabés, el olor de los sembrados es el mismo de ese ayer. El olor
del
trabajo y de la dignidad, sembrado para siempre por los chacareros,
está
intacto.
Mucha gente vivió en esos campos. Mucha más de la que daba cuenta
la
permanente compañía de los aislados árboles sobrevivientes a medida que
el
camino discurría entre largas rectas y curvas tortuosas trazadas a su
medida
por los carros de una época remota. Quizás esos mudos testigos sean
hoy
indicios de no más de 20% de las viviendas que existieron junto a ellos, a
las
que daban cobijo, sombra y el fuego de sus ramas secas. El resto,
incluidas
las casas, fueron arrollados por la topadora de la evolución.
Treinta años atrás me contó un hermano de mi papá, que allá por 1920/40,
la
socialización de los chacareros se hacía mayoritariamente a través del baile en
los boliches y escuelitas de campo, ahora sepultados en esos
hermosos
desiertos verdes. La única escuela que encontré en el viaje recibía todos
los
años, durante más de cincuenta, pequeñas bandadas de guardapolvos
blancos
salidas de humildes casas, para conformar una sola de más de cien y llenar
el
aire con la música de infantiles alegrías y su respetuoso “Aurora”. Hoy hay
tres
alumnos para las siete aulas y a dos de ellos los llevan y traen de un
pueblo
cercano para que pueda seguir funcionando. De los antiguos
almacenes,
encontré tristes ruinas saqueadas. Entre los yuyales, aparecen, medio
caídos,
algunos palenques donde se ataban los caballos de los parroquianos. Los
de
montar, de los criollos, los de sulky, de los gringos. Mezclados. Sin
distinciones
Todos los sábados y feriados de cada año, se organizaban bailes familiares
a
la luz de faroles a querosén. Empezaban a la entrada del solB y terminaban
a
medianoche. No había prórrogas. Concurrían todos los pobladores
sin
discriminación de ninguna especie. Un rubio se abrazaba en la danza con
una
negra, una gringa con un gallego, un domador con la bolichera, una vieja
con
un joven, una rica con un pobre. Los lugareños competían entre ellos y
con
pares vecinos para ver quién los organizaba mejor y lograba la
mayor
asistencia de personas. Se invitaban parejas de bailarines ya consagrados
en
otra zonas para enfrentar a los “créditos locales” Se hacían apuestas por
plata.
Se pactaban desafíos entre parejas, con reglas simples y claras. No
había
peleas ni antes ni después del baile. La gente llegaba a pie, a caballo, en
sulky.
Algún ricachón lo hacía en su auto.
Entre las tantas
cosas que me contó mi tío acerca de esos bailes, una no tiene
desperdicio. Podría haber sido en su época un buen sainete teatral. Sucedió
en
ocasión de un promocionado baile en la ciudad de Ramallo. Mis tías
paternas
que eran cuatro y ya en edad de merecer fueron alcanzadas por la
promoción.
Su madre no tuvo más remedio que llevarlas. En una jardinera tirada por
dos
caballos, se acomodaron las cinco. Más de 50 Km. Primavera tirando a
verano,
mucho calor, pero había que ir. Sí o sí. Y allá fueron. Salieron a
mediodía,
acompañadas por un sol que rajaba la tierra. El baile empezaba
puntualmente
a las nueve. Llegaron una hora antes, tiempo suficiente para desempolvarse
de
tierra, paquetearse con polvos perfumados y “relojear” el ambiente. Y no
era
para menos. Terminados los emperifollados, las chicas quisieron salir a
pasear
por la ciudad, a la que probablemente no conocían y en la que en el
aire
caliente de ese anochecer primaveral percibían olor a menta, olor
más
acentuado si un mozo ya trajeado, dispuesto a conseguir compañera antes
del
baile, se cruzaba frente a la jardinera y les enviaba una mirada grupal que
cada
una recibía como exclusiva. Altas, delgadas, de piernas “no tobilludas”, de
pura
sangre vasca y nativa, se consideraban casi una excepción y
querían
mostrarse. Eso, pensaban, podía darles ventajas previas en ese juego
de
discretos cabeceos para elegir y ser elegida. Pero la vieja, conocedora
quizás
de los perfumes del aire y de los errores cometidos en las elecciones
que
suelen hacer las inexpertas andando sueltas en un ambiente extraño,
celosa
guardiana de la tan apreciada castidad de las chicas decentes, no las dejó.
Fácil imaginar el alboroto y el cuadro tragicómico desatado por las chinitas
a
quienes no les interesaba ser consagradas vírgenes ni quedarse para
vestir
santos, enfrentadas a la decisión ultra drástica de su madre. Y para que vayas
sabiendo, no hubo baile. Se las llevó de vuelta, a pesar de los ruegos
de
algunos mirones que se habían acercado atraídos por el bochinche. Todas a
la
jardinera, les mandó, sin atender los buenos oficios de los interesados en
el
cargamento juvenil. Dos de las más rebeldes ligaron por sus canillas
unos
azotes de esos que dejan la forma del trenzado por varios días (pa’
que
apriendan). A uno de los comedidos también le cruzó la espalda en el
revoleo.
Vuelta a casa a pura lluvia de lágrimas. Afeitadas y sin visitas o
mejor,
perfumadas y sin picaflor. Este acto de regreso debió ser para
alquilar
balcones. Los llantos a coro, los reproches mutuos, los tirones de pelo,
las
amenazas de irse de la casa, los tortazos a diestra y siniestra de la vieja
debe
haber sido asunto difícil de parar en ese amargo y solitario camino de
regreso.
Ni la luna las acompañó; piadosamente, les tendió un toldo de nubes y
escapó
para espiar el baile.
Por suerte, en el campo, de noche siempre refresca.
- Autor : Héctor Ángel Gorospe
- Buenos Aires
- Argentina
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